Llevo ya unos cuantos posts un poco chorras... pero es que mi
trabajo y el blog con Elena (y una discusión que tengo vía mail hace ya dos o
tres semanas sobre filosofía y arte) me tienen el seso comido. Particularmente
los últimos cuatro días me han exprimido el cerebro como se queda la última
naranja del domingo por la mañana; absolutamente en blanco por dentro.
Pero voy a hacer
de tripas corazón y voy a sacar un texto en el que llevo pensando unos días.
He escuchado últimamente en demasiadas ocasiones lo de "es que esta obra es muy bonita, pero no significa nada", y esta frase que me tiene ya un poco irritada, es la que inspira este texto:
Estuve hace poco
leyendo cosas sobre el erotismo de la imagen.
Erotismo (RAE):
(Del gr. ἔρως, ἔρωτος, amor, e -ismo).
Y hablaban del
erotismo en el sentido sugestivo de la imagen, de su belleza pura y dura. La
imagen estática o en movimiento, la imagen como objeto en el espacio o como
espacio contenedor. La imagen al fin y al cabo, el reflejo en nuestra retina.
¿Puede ese
erotismo ser más potente que el propio significado de la imagen? es más, ¿puede
ser el erotismo que nos incita a mirar y a querer más de esa belleza, más
potente que el significado original de la imagen? Quizás, sí. El momento
erótico, borra en ocasiones todo el contenido anterior que acarrea la imagen
que admiramos.
¿Puede ser erótico algo no visible, inmaterial? Pues
probablemente, pero eso en este momento no me interesa.
Yo estoy pensando en la importancia de la belleza que te obliga a
mirar y a no apartar la vista, a clavar los ojos de manera viciosa, con la
misma curiosidad que un gato aguarda tras un agujero. Hablo del erotismo en el
sentido propio de la imagen que levanta una sensación interna. Y no me refiero
solo a lo sexual, si no al que te revuelve las entrañas. De ese hablo.
El otro día me leí
una entrevista de El País a Vargas Llosa, en el que hablaba de muchas cosas con
las que no estoy nada de acuerdo, pero mencionaba la pérdida del erotismo en
nuestra sociedad. Y ahí sí le tengo que dar la razón, al César lo que es del
César.
Y es que hoy se
toca, se abusa y se desgasta cuando se quiere. Pero ¿qué pasa con esas imágenes
que no podemos violar? ¿Y esos espacios que no podemos llevarnos a casa? Pues
que son aún más eróticos, porque el deseo que despiertan es inalcanzable.
Es como entrar en
una sala llena de imágenes que te sobrecogen y se relacionan contigo
visualmente, las puedes tocar, incluso quizás las puedes oler, imagínate que
las puedes traspasar hasta sentirte dentro, pero ahí acaba el cuento, las
admiras, las deseas, las intentas comprender y el tiempo se acaba y no son para
ti. Eso es erotismo visual.
Recuerdo muy
claramente la primera vez que tuve esa sensación, fue Italia. visitando el
Vaticano vagando por sus salas, una amiga me arrastró escaleras abajo porque
había algo que tenía que ver. No sabía qué obra era, ni a quién pertenecía, y
de pronto me vi parada delante de lo que para mí era una talla perfecta: el
chico que se encargaba del guardarropa. Yo tenía 16 años y no había visto a
nadie así en mi vida. Nos quedamos las dos paradas delante de él, separadas por
el mostrador, él nos miraba mientras descolgaba un abrigo de una percha y yo solo
veía su pelo negro un poco descuidado y los ángulos tan perfectos de su cara, y
como su piel encajaba a la perfección con el color de la madera del
guardarropa, como si estuvieran hechos del mismo material.
Me pasé no sé los
minutos mirándole mientras mi amiga se reía bajito. Tiró de mí y nos fuimos las
dos un poco aturdidas aún.
Unos días después
fuimos a Florencia, y al entrar en la sala donde estaba el David de Miguel
Ángel volví a sentirme del mismo modo, me encajaba su cara y su cuerpo, y el
semblante serio. Me parecía más adecuado aún que estuviese sobre un pedestal. Di
vueltas entorno a él durante todo el tiempo que teníamos para ver la sala llena
de otras cosas que ni me molesté en mirar. Me quedé pensando solo en la
necesidad de tocarlo, de llevarlo a casa y mirarlo tanto como quisiera. Y más
tarde cuando vi la réplica en la calle, apenas la observé, me parecía vulgar,
no era él.
Unos años más
tarde, en Japón, coincidí con una chica también occidental (creo que era
inglesa) en un hotel tradicional a las afueras de Sendai. Era una chica muy
simple, ancha, mal vestida y peinada, con unas gafas de metal que le hacían
flaco favor. Vestía camisetas de colores y vaqueros antiguos que resaltaban sus
grandes piernas de inglesa tosca. Llevaba el pelo en una cola baja con la raya
en el centro, el pelo rubio ceniza y la tez blanca como la leche. La típica que
se le irrita la piel con el frío y el calor, y siempre tiene los lóbulos de las
orejas y los nudillos de un rojo enfermizo. Desde luego era una chica que no te
pararías a mirar.
Una noche bajamos
a los baños, allí se separan por sexos y todas íbamos desnudas, con una toalla
minúscula de piscina en piscina. Esa noche decidimos salir a la exterior cuya
agua casi hervía. Estaba nevando sobre el río que bordeaba y pasaba debajo
del hotel, y yo pensé que como experiencia estaba genial y como potencial
resfriado también. El caso es que salimos al exterior todas congeladas, y
corrimos a esa bañera de agua que echaba vapor. La chica insípida se sumergió
en el agua y cuando salió juro por mi vida que ví el nacimiento de la Venus de
Boticelli delante de mis ojos. Me tuve que quedar de piedra, ahí sentada,
desnuda con las piernas en el agua y la nieve cayéndome encima, vi cómo salía
con el pelo rubio pegado al pecho, sus formas eran redondas y perfectas, la
piel llena de sangre, no parecía ya enfermizo el rojo de sus mejillas y de su
cuerpo. Era la belleza renacentista hecha persona. Duró un segundo solo.
Afortunadamente para mí porque casi me caigo al río de la impresión o muero por
el síndrome de Stendhal. Al momento volvió a convertirse en el
pequeño bichito que era antes, pero esa imagen fue suprema.
Pongo el ejemplo
del erotismo físico porque es el más alcanzable para todos, pero espero que se
entienda mi intención. Lo que vengo pensando al fin y al cabo es lo que he
dicho más arriba, la visión erótica, la belleza, el deseo de ser parte de ella,
es en ocasiones el propio contenido de la imagen que admiramos. Y por lo tanto,
cuando vemos una obra de arte, sea del tipo que sea, arquitectónico, pictórico
o folclórico, no hace falta que siempre tenga un gran contenido, solo un buen
concepto, una idea sobre la que se apoye esa belleza, una luz que la ilumine u
oculte, y nosotros para admirar.
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